El 16 de septiembre de 1955 se produce la sublevación autodenominada “Revolución Libertadora” (a la que el pueblo identificaría por siempre como la "Revolución Fusiladora"), movimiento revolucionario encabezado por el general Eduardo Lonardi, que derrocó al gobierno constitucional del general Juan Domingo Perón. Posteriormente, el 13 de noviembre de 1955, Lonardi sería reemplazado por el general Pedro Eugenio Aramburu.

La mayoría de las Fuerzas Armadas apoyaron el movimiento golpista, al igual que miembros de la burguesía agraria e industrial, gran parte de los sectores medios, los partidos políticos opositores y la Iglesia Católica. Todos coincidían en calificar a la gestión peronista como una “dictadura totalitaria”, motivo por el cual supieron identificarse bajo el nombre de “revolución libertadora”.
Paradójicamente, quienes quebraban y violaban el sistema democrático, se presentaron ante la sociedad como los verdaderos representantes y defensores de la democracia y la libertad. Para ellos, las causas de la crisis económica del país eran los profundos desequilibrios que había provocado la intervención del peronismo en los procesos de acumulación y distribución de la riqueza.

El general Lonardi se manifestaba dispuesto a establecer acuerdos con sectores del gobierno recientemente depuesto. Lonardi, que había afirmado que en la Argentina posperonista “no hay vencedores ni vencidos”, creía que la desperonización debía consistir en un proceso de reeducación de las masas peronistas. Dicho razonamiento anclaba en la idea que los sectores más humildes y menos instruidos habían sido “engañados” por la demagogia de Perón. Con el líder exiliado y proscripto y sin la posibilidad que el Estado los siguiera favoreciendo, irían dejando atrás su identidad peronista. Pero sus intenciones contrastaban con aquellos sectores sociales más poderosos que había apoyado el golpe y no contaban con el acuerdo de los otros jefes militares.
El designado vicepresidente, almirante Isaac Rojas, encabezaba el más nutrido grupo golpista y no estaba dispuesto a aceptar ningún tipo de acercamiento ni acuerdo con los sectores peronistas. Esta facción prefería una solución más drástica, que eliminara al peronismo de la vida política argentina.

Tras dos años de gestión, el gobierno de facto enfrentaba una dura crisis económica y una fuerte presión social. En ese marco, se tomó la decisión de llamar a elecciones generales. El paso previo fue la convocatoria a una Convención Constituyente, la que legalizaría la derogación de la Constitución de 1949, restableciendo la de 1853, que ya el gobierno había decretado.
Por otra parte, las elecciones permitirían conocer el caudal de votos de todas las fuerzas políticas y medir, de alguna manera, el impacto de la proscripción del peronismo. Los resultados de las elecciones para constituyentes señalaron una clara crisis de legitimidad institucional. De acuerdo con las directivas de Perón, las bases peronistas no votaron por ningún candidato, resultando los votos en blanco mayoría. En segundo y tercer lugar se ubicaron los candidatos radicales intransigentes y radicales del pueblo, respectivamente. A pesar de esta clara demostración de fuerza electoral peronista, las elecciones presidenciales no podían postergarse más.
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