jueves, 26 de abril de 2012

A llorar a otro pasquín

Por Demetrio Iramain

¿Cómo juegan los periodistas "independientes" y políticos opositores en la ingenieria político-mediática de Repsol tras la expropiación de YPF? La derecha española y argentina y los paladines del neoliberalismo.

Morales Solá escribe en La Nazión los mismos argumentos que refiere en TN, la señal de cable del Grupo Clarín. Además de las obvias diferencias en el formato comunicacional, en su programa de televisión Joaquín tiene invitados. Interlocutores que convida a opinar para que digan por él lo mismo que piensa. Está en su derecho. Es una forma de intervención política e ideológica, a priori, válida. Otra podría ser convidar a quienes piensen diferente a él, para interpelarlos y poner en discusión, de frente a sus consumidores, ambas argumentaciones. Es una opción, a priori, mejor.

Pero para eso hay que estar seguro de los argumentos y, especialmente, de las convicciones, y se sabe: no hay dinero que compre la épica. Se desconoce, sin embargo, el margen de autonomía que el periodista, cada vez más convertido en mero locutor, tiene para decidir sus invitados. Si se los impone la producción del canal, o los auspiciantes publicitarios, o ambos. Pero omitir ciertos compromisos en dinero contante y sonante con una de las partes sobre las que está versando su abordaje periodístico pretendidamente “independiente”, “objetivo” y “veraz” constituye, cuanto menos, una falta ética. Del invitado, ya sería mucho decir, y del propio conductor, sería una lesa estafa a la buena fe a los televidentes.

Por cierto, Repsol no necesita consejos políticos, sino lobbystas. Referentes de cierta relevancia mediática o institucional que maniobren por lo bajo en el mismo sentido que rezan sus solicitadas de superficie. El capital más cuantioso reunido en una sola compañía empresaria, podrá pagar por consultas técnicas, por precisiones geológicas, pero por análisis de coyuntura, no. Un Antonio Brufau no va a permitir que su empleado Fernández Alberto opere sobre él. Más bien es al revés. Lo mismo vale para Joaquín Morales Solá. El CEO de Repsol tiene detrás al gobierno falangista español sosteniendo sus intereses y dándole abundante letra y guión, como para dejarse guiar por un oscuro ex funcionario público, desempleado en busca de trabajo, como se justifica ahora, casi al borde del llanto (o de la risotada), el ex diputado cavallista.

Desde luego, la derecha tiene en la política pactos de sindicación que exceden largamente las acciones comerciales en sus emprendimientos privados, como ocurre en Papel Prensa. Ejemplo: los contratos bajo cuerda firmados en calidad de “consultores”, con periodistas y políticos de dudosa legitimidad, suscriptos a cuenta y orden de la empresa más grande del país, que el soberano gobierno argentino ha resuelto expropiar. Es un mal chiste de lesa hipocresía el de Alberto Fernández cuando afirma en los estudios de TN Pictures que el gobierno quiere callarlo. Otra vez el mito de la censura, de la persecución a quienes piensan u opinan distinto al gobierno, pronunciado ligeramente, a la bartola, en la señal informativa de mayor audiencia, en horario central, bajo el amparo del “fuero cautelar” de la Justicia, que todavía mantiene al Grupo Clarín vergonzosamente al margen de la Ley de Medios.

Cuando Repsol se encuentra en problemas acuden a él en bloque el Partido Popular, Mugrizio Macri y Mario Vargas Llosa, entre otros altruistas defensores del liberalismo. No hace falta convocar de apuro a un encuentro internacional o simposio con ínfulas académicas. Uno toca el pito del avance estatista sobre la economía, y los otros se alistan, casco en mano, al combate por la libre empresa. El capitalismo salvaje pagará luego los servicios prestados con el lucro que no dejarán cesante sus grupos más poderosos. Solidaridad de clase, que se dice.

Esa conducta tan distintiva en las clases que mantienen el poder económico, y de la que muchas veces adolecen los distintos segmentos de las clases subalternas, que suelen frustrar su imprescindible síntesis y unidad por diferencias puntuales, menores.

La derecha se aprovecha flagrantemente de esa debilidad ideológica que aqueja a los sectores populares. Por eso, entre otras razones, ellos tienen el poder, y los pueblos, a veces, apenas si el gobierno. No hace mucho Joaquín Morales Solá trató de “Hugo” al secretario general de la CGT, que inauguró en su living en los estudios de la Metro Golden TN su desfile ante micrófonos y cámaras donde despotricó recurrentemente contra Cristina.

Algo de esa observación crítica sobre las debilidades que aun abrevan en el campo popular y hacen nido en la conciencia de los trabajadores, hay en la exhortación de la Presidenta de la Nación a alcanzar “la unidad de todos para seguir por este camino”, defendiendo así las medidas de “decisiones difíciles, que cambian políticas y cambian el perfil de un país”, en alusión a la expropiación de YPF. Y algo de eso hay, también, al otro lado del mostrador: en el reclamo desesperado de los voceros mediáticos de la derecha y el gran capital trasnacional y oligárquico, hacia sus empleados en la representación política. “Únanse, rechacen en bloque, aunque pierdan la votación parlamentaria, la ley de expropiación; dejen sin presupuesto al gobierno; trompeen en la cara a los diputados del oficialismo; desacrediten la política para que deje de ser el límpido escenario donde se disputa la historia, que ahora, para peor, protagonizan cada vez más jóvenes”, nos dicen, a veces con similar literalidad, Mariano Grondona y compañía. Saben que, aunque sea meramente testimonial, esa arcada antidemocrática podrá servir en un futuro no demasiado lejano de base de apoyo a movidas abiertamente destituyentes y/o desestabilizadoras.

La derecha siempre que estuvo complicada recurrió a la cartuchera, pero necesitó imperiosamente de una justificación institucional. Sin dudas, a los poderes públicos les cabe la demanda de mayor calidad institucional. Es una condición indispensable del sistema de representación: mayor compromiso democrático, ya sea escaleras arriba del Palacio de tribunales, en las bancas legislativas y en los despachos del Ejecutivo.

La soberanía popular expresada en el voto libre, que dio su veredicto tan sólo seis meses atrás, así lo exige. Asimismo, surge claro: no es lo mismo el Estado que un particular. No es igual una institución de la democracia que una empresa privada, por más grande que fuera la factoría. Pero la sociedad democrática la componemos todos por igual: Estado y sociedad civil. La dinamizamos con nuestras intervenciones diarias desde la trinchera social que cada uno o una ocupa. Empresas y sindicatos. Privados y públicos. Funcionarios oficiales y trabajadores. Y también periodistas y políticos. A estos dos últimos también les cabe un deber democrático, un compromiso social, una responsabilidad con la comunidad que habitan: la credibilidad. La verdad.

No aspirar a la representación, mintiendo o manipulando chapuceramente. Algunos encumbrados personajes están faltando groseramente a cumplir su parte en el contrato social de este tiempo. No lo merecemos los argentinos, pero afortunadamente hemos crecido cívica e ideológicamente lo suficiente como para prevenirnos y curarnos en salud democrática.

NdR: las referencias a "La Nazión" por La Nación, al aludir al pasquín mitrista y "Mugrizio" por Mauricio al hacer mención alnombre de pila del jefe de Gobierno porteño, corren por cuenta de la redacción de Currín On Line y no del autor de la nota, quien los escribió correctamente.

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