El senador radical deseó que desemejore la economía para potenciar las chances electorales de la oposición. El rol de las patronales camperas, los medios y los formadores de precios que apuestan al dólar ilegal.
"Y ojalá… Ojalá esto siga hacia octubre. Porque también a veces pienso que si la economía mejorara un poco, ¿que pasaría con las elecciones? Ojalá que esto siga hasta octubre…”
A primera vista, las palabras del senador radical Ernesto Sanz aparentan ser un sincericidio, una atrevida formulación pública de lo que muchos de sus colegas desean en privado: que al país –a sus mayorías populares, en realidad– le vaya mal, para que esos bolsillos flacos alimenten las chances de la oposición en las urnas. Pero si se lee bien la frase es, en definitiva, una confesión brutal. Sanz, cuya precandidatura presidencial avalada por el establishment quedó en la banquina en 2012, no sólo expresó esta semana la necesidad-deseo de ciertos opositores, sino lo que algunos de ellos están dispuestos a hacer con tal de asestarle un golpe –en principio, electoral– al gobierno K.
A diferencia de lo que muchos economistas presumen, la economía no es como el clima. Las cosas no ocurren por disposición natural. Son los agentes sociales –gobierno, empresas, comercio, trabajadores, consumidores, etc.– los que determinan el rumbo económico de un país.
Fue la usina neoliberal que cooptó la disciplina económica la que la dotó de terminología climática, con el objetivo de imponer sus ideas como si se trataran de un orden natural. De allí surge que sea frecuente escuchar a estos profesionales hablar de “turbulencias”, “calma” o “vientos de cola”. Con el uso de esos términos, los embusteros de los números obtuvieron un doble beneficio: vender sus pronósticos y convencer a los agentes económicos de seguir sus consejos. Los más hábiles, incluso, pasaron a una etapa superior. Son los que, encumbrados por medios de comunicación o mezclados en partidos políticos, encubren en sus profecías operaciones tendientes a forjar expectativas para gravitar en el desarrollo político y social de una nación.
Este grupo se especializa en adaptar la realidad a los deseos de sus mandantes, sean estos empresarios monopólicos, especuladores financieros o políticos con aspiraciones. O todos ellos a la vez. Eso fue, precisamente, lo que expuso la confesión de Sanz. El senador radical forma parte de un discreto dispositivo que busca erosionar la base de sustentación del gobierno K: su modelo económico. Si bien fue sufriendo retoques a lo largo de una década de existencia, la economía kirchnerista logró mantener inalterables sus ejes: un mercado interno robusto, abastecido por producción local que permita sostener altos niveles de empleo. Las herramientas utilizadas para mantener este esquema son múltiples, tantas como requieran las coyunturas nacional e internacional. Eso explica, por caso, que el kirchnerismo haya pasado de la férrea acumulación de reservas de sus primeros días al uso de esas reservas para pagar deuda y así liberar recursos corrientes que pudieron ser destinados, por ejemplo, a sostener plantillas de empleo y asignaciones universales por hijo en tiempos de crisis global.
Para llevar a la práctica su modelo, o amortiguar los daños colaterales de sus propias políticas, el Gobierno aplica medidas sin distinción de dogmas. Esa característica –clásica del peronismo– desorienta a los observadores ávidos de etiquetas, entre los que se cuentan varios dirigentes de la oposición, obligados a constituirse en antítesis de eso que aún les cuesta definir. Al poder económico, en cambio, el asunto de las etiquetas lo tiene sin cuidado. En ese mundo, donde mandan las utilidades y rige la moral del vale todo, la preocupación crece cuando se achica la rentabilidad. Por supuesto, rara vez la dirigencia empresarial asumirá como propia la matriz de sus pesares. Para cierto sector empresario, entrenado en la captación abusiva de renta, es más fácil acusar al Gobierno por sus presuntas dificultades que corregir las perversiones originadas en su propia ambición.
Si algo caracterizó al período kirchnerista fue la formidable recuperación de la actividad económica. Estimulado desde el Estado por una profusión de incentivos, ventajas cambiarias y subsidios, la recreación de un mercado interno permitió que empresas de bienes y servicios multiplicaran exponencialmente su facturación. Pero fueron pocas las compañías que acompañaron ese proceso de crecimiento.
Según cifras oficiales, la tasa de inversión de la década K promedió el 20 por ciento del PBI, muy por debajo de las necesidades reales de la actividad económica, que acumuló años de alza récord. El déficit de inversión fue imperceptible en la primera mitad del ciclo –en buena medida, porque fue absorbido por la capacidad instalada ociosa–, pero se hizo perceptible a medida que se incorporaba al consumo a vastos sectores de la población. Para ponerlo en términos calendarios: en 2008, cuando CFK inició su período presidencial, el país producía a tope de sus posibilidades, iniciando la puja distributiva que se mantiene hasta hoy.
No fue casual que en aquel año el sector más dinámico de la economía local protagonizara un duro lockout con el que se pretendió poner de rodillas al renovado elenco presidencial. Gran proveedor de divisas e ingresos fiscales –insumos elementales para la política redistributiva propuesta por el Estado K–, la patronal campera fue el ariete con el cual el establishment pretendió asfixiar al Gobierno, y así obligarlo a cumplir con el “proceso natural” que pronosticaban los economistas rentados: había que “enfriar” la economía.
No había en ese consejo, claro, intención de beneficiar a las mayorías populares, cuyo nivel de ingresos recién comenzaba a recuperarse luego de la megadevaluación de 2002, sino que buscaba proteger el nuevo statu quo de los dueños del dinero y el poder: incremento exponencial de ventas en un mercado laboral subsidiado, baja carga salarial y competitividad cambiaria. En ese contexto, más que enfriar la economía lo que se buscaba era congelar la inequitativa distribución del ingreso bajo una amenaza conocida: la inflación.
Con apego a las formas que el senador Sanz no tuvo, los exégetas del freezer confesaron entonces dos cosas: 1) que los sectores más concentrados de la economía local pretendían repetir su historia negra de recaudación seguida de fuga de divisas, retaceando inversiones. 2) Que si el Gobierno se negaba a cumplir con sus demandas, agitarían el fantasma inflacionario ante una población naturalmente hipersensibilizada con el tema.
Con el tiempo, se pueden verificar algunas consecuencias de aquella advertencia. La modesta ampliación de oferta fue acompañada por una maximización en la captación de renta empresaria, lo que propició una puja distributiva que mantiene la tensión inflacionaria en torno al 25 por ciento, sostenida con alfileres por una política de intervención estatal en los precios que se exhiben en las góndolas y en las negociaciones paritarias, entre otros rubros. Combinando caricias y amenazas, el Gobierno logró incrementar la oferta de la mano de centenares de pymes que resucitaron al calor de la política K, pero mantiene una dura pulseada con una decena de monopolios formadores de precios que se niegan a obtener renta por volumen. A la cabeza de ese grupo está el emporio Techint, amo y señor de la chapa laminada a nivel global, un insumo que es prácticamente un commoditie para varias líneas de producción.
Esta semana, el grupo que comanda Paolo Rocca logró colocar al frente de la UIA a Héctor Méndez, un viejo conocido del gremialismo industrial. Su llegada, luego de una larga pulseada interna, fue interpretada por el Gobierno como otro indicio de lo que está por venir: la probable confluencia de sectores influyentes que buscarán horadar la marcha de la economía en el año electoral.
Además de gravitar en la UIA, Techint oficia de mandamás en la Asociación de Empresarios de la Argentina (AEA), donde comparte estrategias e intereses con el Grupo Clarín. “La principal característica de AEA es la participación personal de los titulares de las empresas más importantes del país en el análisis de políticas públicas de interés general”, se ufana el grupo en su página web. Y alardea: “Los miembros de la Asociación dirigen empresas que, en conjunto, facturan 200.000 millones de pesos, exportan por 10.000 millones de dólares y emplean a 300.000 personas”, concluye, en una declaración de poder. Por primera vez en su historia –fue creada entre esquirlas sociales, en 2002–, la asociación traspasó los muros de sus tertulias palaciegas y publicó una solicitada donde fustigó la reforma judicial. Buena parte de las empresas que integran AEA financian, además, a las ONG que promovieron un escrache contra un grupo de legisladores a los cuales se pretendió presionar para que votaran en contra de los proyectos enviados por el Ejecutivo. Todo, claro, convenientemente amplificado por los socios de AEA Clarín y La Nación.
La coordinación entre monopolios económicos y medios –cuyo paroxismo es el Grupo Clarín– tiene una potente expresión cuando consigue imponer su agenda sectorial en la consideración popular. Un ejemplo: la naturalización del “dólar blue”. Es un hecho que ese pequeño mercado donde apenas se trafican unos 20 millones de dólares al día mueve su cotización por parámetros especulativos, desacoplados de la marcha general de la economía. Sin embargo, los medios anti K lograron instalar al mercado ilegal del dólar como si se tratara de un potente mercado paralelo, enfatizando, a diario, cómo se ensancha la supuesta “brecha” con la cotización oficial. La operación, por cierto, no tiene sutilezas.
Acostumbrados a medir su renta en dólares, es cuestión de tiempo para que los empresarios locales trasladen esa brecha a la comercialización de sus productos, espiralizando el proceso inflacionario en un año electoral.
Eso es, ni más ni menos, lo que desea Sanz. Por cierto, no parece ser el único.
NOTA DE LA REVISTA VEINTITRES
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