Las muecas del periodismo “independiente” para vender como verdad irrefutable la repetición de los discursos.
Es cierto lo que plantea el periodista español Pascual Serrano en su libro Desinformación: “Ante cualquier medio es primordial saber quiénes son sus propietarios (…) y si se trata de determinados grupos económicos que operan en otros sectores”.
Pero también es cierto que hay periodistas de determinados medios para con los cuales cobra vigencia la frase con la que Jacobo Timerman frenó en la asamblea de la SIP (California, octubre de 1980) a Jorge Annuar (El Pregón, de Jujuy), David Kraiselburd (El Día, de La Plata), Máximo Gainza Paz (La Prensa) y José Claudio Escribano (La Nación) que defendían los postulados de la dictadura militar: “Muchachos: nadie les pide tanto”.
Son los casos paradigmáticos de, por ejemplo, la mueca de indigestión permanente con la que Santo Biasatti quiere demostrar seriedad informativa. Por ejemplo, las respuestas disfrazadas de preguntas que le dictan a Marcelo Bonelli para regalarles protagonismo a los políticos de la oposición. O la cara de mejor promedio de periodismo de Lorena Maciel mientras sus ojos siguen una a una las palabras que solícita repite del telepromptert escrito por otro/a que debe tener peor cara o menor promedio.
Hasta el tono casi al borde del frenesí con que María Laura Santillán anunciaba el jueves por la noche la megacobertura que Canal 13/TN brindaría a la boda real, con previa a la cinco de la madrugada incluida. Frenesí que alcanzó el clímax cuando, sin despeinarse, ML dijo: “Es lógica tanta expectativa, hasta en los Estados Unidos, que tienen de todo, menos monarquía”.
Sus caras, sus gestos adustos, sus bocas torcidas hacia abajo, sus ojos siguiendo letra tras letra, marcan de manera atroz una forma de entender el periodismo que pretende engalanarse bajo el manto piadoso de la supuesta “independencia informativa”.
Una forma de hacer periodismo que recuerda lo realizado por el banquero Nathan Rothschild la mañana del 19 de junio de 1815, a horas de terminada la batalla de Waterloo, donde la alianza angloprusiana (dirigida por el duque de Wellington y Von Blücher) había vencido a las tropas de Napoleón.
En la Bolsa de Valores de Londres se sabía que Waterloo era el combate decisivo. Los especuladores ingleses sabían que quien venciera en esa batalla tomaría el poder de toda Europa. Pero también sabían que una derrota inglesa echaría por tierra el valor de sus acciones. Esa mañana de principios de siglo XIX, en la Bolsa de Valores ardían por conseguir alguna novedad del combate y así cambiar o no sus papeles. Todos menos Rothschild, que había recibido un papelito con la noticia de la caída de Napoleón vía paloma mensajera.
Cuando se abrió la sesión de ese 19, Nathan Rothschild –con la misma cara de Santo o de Lorena– mandó a sus agentes a vender todas sus acciones en bienes extranjeros de Inglaterra. El precio, por supuesto, bajó. Mucho más cuando los demás inversores –sospechando que Rothschild tenía la certeza de una victoria francesa– se lanzaron a vender de manera desaforada. Ante una señal apenas imperceptible del banquero, sus operadores comenzaron a comprar todo a precios irrisorios. Poco después, llegaba a la Bolsa la noticia: Inglaterra había ganado, las acciones recuperaban su valor, pero todas las tenía Rothschild. Nada más que Rothschild que, en ese día, multiplicó por veinte su ya exuberante fortuna.
Tres décadas después de ese hecho, nacían las primeras agencias internacionales de noticias, pertenecientes a países con fuertes intereses coloniales: France-Presse, Reuters, Wolff, Associated Press. Fabricantes de papeles con una información que otros deben leer y repetir sin dudar.
Como leen sin dudar ciertos periodistas que apoyan las denuncias de atentados a la libertad de expresión que Arturo Guardiola agita en las reuniones de Adepa. Ciertos periodistas que no trepidan en consultar a Claudio Belocopitt, mandamás del Swiss Medical Group, sobre la ley que busca regular las prepagas. Ciertos periodistas que, como la lectora Maciel, afirman desde la revista Noticias que “no hay otro medio periodístico mejor” que donde trabajan (TN) y que “en el periodismo no hay obediencia debida”.
No estaría nada mal que consultaran una historia que solía contar en las redacciones Eduardo Galeano: un sultán de Persia había probado por primera vez una berenjena y aprobó su sabor. El poeta de la corte, casi de inmediato, arrancó con una oda exaltando al vegetal. Pero, al tercer mordisco, el mismo sultán descubrió un amargor y escupió sobre el plato desacreditando a la berenjena en todo su reino.
Ahí nomás, el poeta de la corte escribió una sarta de improperios sobre la pobre berenjena. Cuando le comentaron aquella falta de criterio, el poeta aclaró que él era cortesano del sultán, no de la berenjena.
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