lunes, 2 de diciembre de 2013

Una biblioteca con cartas desde el exilio en los 70´

Un proyecto de la periodista Laura Giussani reúne en la Biblioteca Nacional la correspondencia de militantes, presos políticos y sus familias durante la última dictadura.
 
"Es cuestión, Ricardo, que olvides las cosas que te atan a un país que aún no te había dado nada y que construyas en otros, en otro, tu verdadera fortaleza. El país de uno es el que te da cosas, si este no te dio por diversos motivos y te quita tanto, demostrá que estás capacitado para lo que este mundo proponga. Tenés 22 años y sueños y victorias y fracasos. Tienen que solidificarte, sacá fuerzas de la flaqueza, de donde no tengas y arrollá”.
 
Ricardo Zucker no escuchó el miedo de su padre: en 1980, después de un exilio en Brasil y en España, volvió para la contraofensiva montonera. Fue fusilado, a finales de ese año, en el centro clandestino de detención "El Campito". La carta era, hasta el año pasado, un retrato íntimo, la parte más profunda de una historia familiar. Desde la semana pasada, es también un documento histórico disponible para su lectura en la Biblioteca Nacional, junto con los otros 700 textos que conforman la colección "Cartas de la dictadura".
 
El proyecto, dirigido por la periodista Laura Giussani, comenzó en octubre del año pasado. Hasta el momento, cuenta con las donaciones de 12 personas. Hurgar en esas cajas es abrir otra puerta de una historia 100 veces contada, una más extraña a la tragedia, más cerca de la vida cotidiana. Hay postales, poesías, proyectos políticos, dibujos, fábulas, revistas under, los primeros listados de desaparecidos trazados en el exilio, el relato de una cena de Año Nuevo en la cárcel de Devoto, todo escrito entre los años precedentes y los inmediatamente posteriores a la última dictadura militar. Hay correspondencia escrita en prisión con el sello de "censurada" –por el decreto 2023/74 de "procesados y condenados de máxima peligrosidad"–, cartas para amigos, hijos, abuelos, peleas familiares, cientos de anécdotas comunes de gente común, historias de allanamientos y secuestros, de romances.
 
Un dirigente de las organizaciones armadas le escribe a una militante más joven cartas extensísimas, pero sin una palabra de amor. "¡Lo complicado que le resultaba al tipo decirle 'te quiero'! Insoportable. Unas vueltas para expresar un sentimiento. Y ni siquiera sé si consiguió llevársela a la cama después de tantos años", cuenta Laura y ríe, a pesar de que sus propios escritos, disponibles entre las cajas, también hablan de una coraza. Uno de los intercambios más duros es con su hermana, luego de la muerte de su amiga Adriana, de 15 años: una bomba le explotó en las manos. "Laura reaccionó con la frialdad polar de siempre", cuenta la correspondencia. 
 
"Yo lo leo y me acuerdo de estar destruida, de pasar meses soñando con Adriana. En ese tiempo, incluso le escribí una carta, que era como una autocrítica: ‘No me vengan con el discurso de la política, esto no lo puedo entender’, decía. Pero en el exilio no podías tomarlo de otra manera, no podías ponerte a llorar", dice ahora.
 
El proyecto comenzó por una búsqueda personal. Cuando la madre de Laura, la periodista Julia Constenla, murió en 2011, su familia encontró una casa cubierta de cajas y de papeles. El duelo empezó con la lectura, con la revisión de esos textos perdidos entre placares y cajones. En medio del polvo, estaban las cartas que habían escrito sus padres desde el exilio en Estados Unidos, y las de ella misma, desde Italia. "Siempre se cuenta la muerte, la tragedia. Las cartas cuentan la vida en la dictadura. Y sobre todo, muestran el afecto, un colchón afectivo que fue lo que hizo que no nos volviéramos locos", explica.
 
Laura leyó y pensó lo obvio: que sus padres no podían ser los únicos, que otras personas debían haber guardado otras historias nunca contadas. Entonces, le presentó el proyecto a Horacio González, director de la Biblioteca, y así se puso en marcha la recopilación de esa correspondencia escondida. "Decidimos tomarlos como documentos históricos y tratarlos con la misma seriedad que se leen las cartas de San Martín. La historia la hacemos todos y no hay por qué no guardar los testimonios propios", dice Laura.
 
Las cartas se ordenan como fueron entregadas, para que la intención se mantenga intacta. Cuando llegan, se las clasifica por página, de modo que los investigadores puedan trazar su propio recorrido. Cada archivo tiene una pequeña carátula, el resultado de las largas conversaciones que Laura tiene con cada donante. Otras 50 personas están aún lidiando con el desprendimiento, asumiendo que lo que hasta hace poco era suyo ahora puede ser parte de una historia colectiva.
 
"Es necesario saber qué paso, cuáles fueron los errores. Los militares llegaron a un nivel de atrocidad inesperado. Todos pensamos que iba a haber un golpe, pero nadie pensó que iba a pasar lo que pasó. Por eso todos militábamos tan alegremente. Pero llegó el '76 y tenemos que preguntarnos cuál es nuestra responsabilidad, en qué nos equivocamos, cómo no nos dimos cuenta de que nos iban a aplastar. A veces me asusto cuando se toma el relato de los setenta como si hubiese sido lindo vivir en esa época. Fue horrible", cuenta Laura.
 
"Creo que debemos hacer una autocrítica. Yo, en lo personal, creo que lo que nos mató fue el verticalismo. La lucha armada era comprensible, era histórica, había triunfos, pero si no hubiese habido verticalismo, las organizaciones hubiésemos podido captar el humor de la gente y no estar cuatro pasos más adelante. Yo todavía hoy le temo al verticalismo",  agrega, sentada en el tercer piso de la Biblioteca, rodeada de carpetas, de relatos, de vidas que ahora conoce en detalle, como si fueran propias y que se convirtieron en estos meses, en su mejor forma de volver a recorrer la historia política argentina.

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